martes, 20 de abril de 2010

EL ÚLTIMO CRIMEN DE STALIN


René Gómez Manzano

Abogado y periodista independiente


En días pasados, la opinión pública mundial se estremeció con la noticia del accidente de aviación en el que perdieron la vida el presidente de Polonia, Lech Kaczynski, su esposa y todos los miembros de una delegación de altísimo nivel.

Según las escuetas informaciones de la prensa oficialista cubana, el hecho tuvo lugar en los accesos a la ciudad rusa de Smolénsk, en cuyo aeropuerto, en medio de una intensa niebla, pretendía aterrizar la aeronave presidencial.

Aunque se evalúan también otras posibilidades, los primeros resultados de las investigaciones apuntan hacia un error humano del piloto, el cual, a pesar de habérsele sugerido que se dirigiera a otro sitio, insistió en tomar tierra en Smolénsk.

Confieso que, al enterarme del luctuoso suceso, me pregunté qué podían estar buscando el Jefe del Estado polonés y su comitiva en esa ciudad provincial perdida en la inmensidad de las estepas rusas. La censurada información oficialista no satisfacía mi inquietud.

Después, a través de la prensa extranjera, supe que los altos dignatarios se dirigían al tristemente célebre bosque de Katyn, en el cual, unos setenta años atrás, la policía política soviética, por órdenes del tirano José Stalin, exterminó a miles de polacos.

Pese al tiempo decursado, vale la pena rememorar los antecedentes de la horrible masacre: El primero de septiembre de 1939, las tropas hitlerianas, sin previa declaración de guerra, invadieron la República de Polonia. Los patriotas de la nación católica eslava, pese a la desproporción de fuerzas, asombraron al mundo con su épica resistencia.

Al cabo de un par de semanas, mientras los polacos pugnaban heroicamente por contener la invasión nazi en sus territorios occidentales, el Ejército Rojo, también sin previa advertencia, penetró al país por el Este. Los seguidores del tirano del Kremlin actuaban amparados en el tenebroso Pacto Molotov-Ribbentrop, suscrito semanas antes, por el cual ambos dictadores —Hitler y Stalin— se repartían el Viejo Continente.

En Polonia, el ataque a traición de los secuaces del manco georgiano condujo al encarcelamiento de miles de oficiales, prisioneros de guerra de las tropas soviéticas. Meses más tarde llegó del Kremlin la siniestra orden: “¡Extermínenlos!”. Los esbirros comunistas la cumplieron al pie de la letra en el bosque de Katyn.

Poco tiempo después, cuando las tropas alemanas, en su avance hacia Moscú, llegaron al fatídico lugar y descubrieron las fosas comunes, convocaron a representantes de la opinión pública mundial como testigos de la carnicería.

Los discípulos de Lenin, demostrando una vez más que su cinismo no conoce límites, afirmaron con el mayor desparpajo que los autores de la matanza habían sido los propios nazis. Esta mentira descarada fue repetida durante décadas, y sólo en tiempos de Gorbachov, iniciada ya la Glasnost, algunos órganos de prensa soviéticos empezaron a reconocer la horrenda verdad.

Era justo y necesario que las altas autoridades de la gran Polonia —libre ya de las cadenas rojas— acudieran en peregrinación al bosque de la infamia. Me explico ahora la insistencia del piloto en aterrizar en Smolénsk y no en otro sitio. ¡En pleno Siglo XXI, Stalin sigue asesinando!

La Habana, 15 de abril de 2010.

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