lunes, 8 de agosto de 2011

ÚLTIMO ENCUENTRO CON MONSEÑOR PEDRO CLARÁ MEURICE ESTÍU. ARZOBISPO POR CERCA DE 40 AÑOS DE LA ARQUEDIÓCESIS DE SANTIAGO DE CUBA.



POR: MAYBELL PADILLA




Si analizamos la permanencia de de los obispos en Cuba dese el siglo XVI nos asombraría constatar que su estabilidad en la diócesis tenía un promedio que no basaba los cuatro año; siendo frecuentes los períodos de sede vacante. Algo similar encontramos en el XVII, aunque mayor estabilidad. Las vacantes superaban los ocupados por los prelados designados por el Real Patronato en Indias.



Es por ello que los casi cuarenta años de permanencia de Monseñor Pedro Clará Meurice Estíu en la Arquidiócesis de Santiago de Cuba es una proeza sin precedente en la historia del episcopado cubano, hasta donde he investigado, algo que no deben pasar por alto los historiadores eclesiásticos católicos romanos.


Apenas conocí la noticia del traslado de su cadáver a la ciudad de Santiago de Cuba, donde pidió ser sepultado, me trasladé a la misma para estar al lado de mis hermanos santiagueros en el último encuentro y adiós.


Conocimos que la iglesia permanecería abierta realizando misas cada dos horas, en cuyo intervalo las personas podían pasar alrededor del sarcófago y darle su despedida en la tierra. La noticia nos llegó por un mensaje a mi amigo y colega Ernesto Vera, con quien me encontraba almorzando conjuntamente con su madre.



Al culminar la faena necesaria nos dirigimos a la Iglesia Catedral de la Arquidiócesis santiaguera. Para entonces la noticia apenas se conocía, entre otros porque ese día era 30 de julio y en la ciudad se acostumbra a realizar peregrinaje al cementerio Santa Ifigenia, en tributo al católico Frank País y porque los medios de difusión masiva no dieron la cobertura que merecía tan grandilocuente evento. Algo parecido sucedió con la prensa extranjera acreditada en Cuba, la que brilló por su ausencia -pero no en el sentido histórico de la frase-. Apenas Tele Turquino, televisiva local, se abría paso sin contrincantes para grabar el evento y archivarlo, por no darlo a conocer en su espacio local.


Eran pasadas las tres de la tarde del día 30 de julio. La iglesia casi vacía. Una pequeña traílla separaba el espacio frente al altar mayor –en cuyo centro se encontraba el sarcófago-, donde se ubicaban familiares, seminaristas y personalidades. Estaba permitido tirar fotos desde ese punto.


A partir de entonces las hileras de los asientos centrales y colaterales comenzaron a llenarse, la mayoría de los presentes eran feligreses. Tuvimos el privilegio de ser de los primeros en verlo, pararnos y conversar con él. Tenía las insignias de Arzobispo. Según conocimos al llegar a la isla se le impusieron con el ceremonial habitual, tal como lo apreciamos. Lo vi como lo recordaba: solemne, presente su materia y su espíritu a la diestra del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; desde allí observaba su último encuentro material con Santiago de Cuba y el pueblo.


Un fuerte aguacero fue el dolor de la naturaleza, quien lloró por el deceso y la partida. Bajo el habitual sonido de la las gotas de lágrimas en el pavimento, techo y salpicaduras que obligaron a cerrar los ventanales se desarrolló la misma. Al culminar dejó de llover.


En la medida que el toque de las campanas, a intervalos, removía el nublado cielo santiaguero el templo se fue llenando al llamado de unos toques desiguales, solemnes e impresionantes. Se colmó la iglesia porque Santiago, de alguna forma iba conociendo que su Arzobispo estaba allí. La misa fue como merecía, no hay palabras ni para el versículo de la Santa Biblia ni para la Homilía, todo fluía naturalmente porque se hablaba de un hombre sin precedente en la historia contemporánea del episcopado cubano y, me atrevo a decir, latinoamericano.


El 31 nos levantamos a las 4am y fuimos a la Iglesia Catedral. Estaba cerrada, eran las cinco y media y unas monjitas esperaban. Al instante se abrió la reja, pasamos y tuvimos la franquicia de participar en el Responso, oficiado por el obispo de Camagüey, con la participación de familiares y acompañantes. Algo tan íntimo como solemne. Posteriormente el rosario y las campanadas, con diferentes toques cada 15 minutos, se alternaban.


Los pocos que asistimos al Responso estábamos sobrecogidos, por ser testigos de algo excepcional que íbamos a ver una vez en la vida. Monseñor Meurice es irrepetible en el tiempo, en el espacio, contexto y texto que le correspondió vivir. Enfrentó los primeros años de la revolución, época en que a la iglesia no iban más de 10 personas; sufrió y padeció sin perder la fe y la esperanza.


A las 7 de la mañana se realizó la primera misa, oficiada por el Obispo de Camagüey. Por llegar temprano nos ubicamos en un lugar favorecido. Dio lectura Lucas, Cap. 9.13-17, que refiere: Él les dijo: Dadle vosotros de comer. Y dijeron ellos: No tenemos más que cinco panes y dos pescados, a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos a toda esta multitud. Y eran como cinco mil hombres. Y entonces dijo a sus discípulos: Hacedlos sentar en grupos, de cincuenta en cincuenta. Así lo hicieron, haciéndolos sentar a todos. Y tomando los cinco panes y los dos pescados, levantando los ojos al cielo, los bendijo, y los partió, y dio a sus discípulos para que los pusiesen delante de la gente. Y comieron todos, y recogieron lo que les sobró, doce cestas de pedazos.


La Homilía fue acerca del milagro de Monseñor Meurice de multiplicar el rebaño del Señor, a costa de un esfuerzo y sacrificio que realizó en la época que le tocó desempeñarse como hijo pródigo de la tierra santiaguera, cuando en Cuba había dos Arzobispados. Fue una obra ardua para el prelado, quien no decayó y sacó fuerzas en la fe y religión que dignificó hasta su muerte. Cuba, su tierra y su provincia, al igual que el pueblo, eran su prioridad. Ello lo indujo a una vida de sacrificio, penalidades, preocupaciones y sufrir hostilidades.


Al terminar a misa de las 7am el espacio privilegiado que teníamos ya no lo era, las personas se congregaban y apenas podíamos observar lo acontecido en el altar mayor. La segunda comenzó a las 9am., antecedida por el repiqueteo de las campanadas tristes que llamaban al último adiós. En eso vimos al periodista Aleaga, único foráneo habanero hasta entonces, quien cámara en mano se prestaba a dar a conocer al mundo lo acontecido en la Iglesia Catedral.


Al terminar la misa, oficiada por el Arzobispo de Santiago de Cuba, comenzó la solemnidad. Sarcófago al piso y el ritual de ir despidiéndose el Arzobispo de las insignias que no podían continuar con él y se despedían, al igual que los cientos de miles de personas que abarrotaban el templo sagrado y sus alrededores.



Por el pasillo central nos sorprendió el inigualable aroma del incienso, esta vez con una fragancia especial. A continuación desfilando en orden jerárquico los familiares, hasta culminar con los Obispos y Arzobispos presentes de Cuba y otras partes del mundo, con el vestuario morado -símbolo de dolor, luto y esperanzas-.


Los mensajes fueron leídos, con especial significado el del Santo Padre Benedicto XVI, quien, en pocas palabras, refirió la vida religiosa de Monseñor Estíu.


Lo cargaban en andas obispos, no embajadores, familiares, hombres de fe.


Eran pasadas las once de la mañana y el sofocante sol santiaguero estaba presente en la despedida. El pueblo fue a pie, las guaguas a disposición transitaban vacías, las personas preferían acompañarlo caminando.


Lo sorprendente del recorrido no fue el sepelio, se esperaba que fuera así. Llamaba extraordinariamente la atención que durante el trayecto por las calles y barrios santiagueros a ambos lados de las aceras el pueblo se congregó, reflejando sumo respeto y amor a lo cubano, donde lo mismo encontramos una cartomántica, una espiritista, un Babalawo, un palero, Iyalosha, Babalosa (santera y santero), protestante, rastafari, entre otras denominaciones litúrgicas y aleyos (no creyentes). La religión era una: el respeto, el amor y la paz.


Al llegar al cementerio Santa Ifigenia, en las afueras divisé la figura de Laura. Entramos y escuchamos las palabras finales. El sol estuvo presente, desafiado por sombrillas y cabezas ardientes. Las palabras de la despedida fueron como merecía.


Pasarán los años, la Iglesia Catedral verá transitar otros Arzobispos, pero el contexto de Monseñor Meurice fue único. Enfrentó años más terribles del catolicismo, no tuvo el mínimo temor en decir lo que pensaba a favor de su pueblo, ni de ayudar a los necesitados. Baste recordar sus palabras ante el Santo Padre Juan Pablo II, en el año 1998.


Conocí en el camposanto al muy querido Padre Conrado, el primer encuentro.


Iniciamos una conversación interrumpida por los saludos frecuentes. Le traté mi controversia entre no hacer santo al Presbítero Félix Varela y Morales y si a Antonio María Claret y Clará, tan patriotas uno como el otro.


Al igual que Monseñor Meurice me pidió que lo llamara, trabajo que requiere otras páginas.


Con el Padre Conrado se dio otro primer encuentro.


La Habana,

7 de agosto 2011

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