lunes, 13 de septiembre de 2010

BREVES DE CIUDAD DE LA HABANA, SEP - 2010

CIUDAD DE LA HABANA

EL FIN DE LAS CORRIDAS

Frank Correa

La corrida de peces celebradas históricamente en Jaimanitas en los meses de marzo, junio y septiembre se caracterizaba por el gran número de botes que salían al mar y regresaban cargados de pargos, guasas, casteros, cogidos con palangres o anzuelos.

Por las calles del pueblo pasaban los revendedores con el pescado al hombro, o si eran piezas grandes en carretillas. También los guardaban en neveras para venderlo después por pedazos. En junio era la corrida del pargo sanjuanero y en septiembre la del pargo grande, era toda una fiesta la cuantía de peces que se enganchaban, incluso desde la orilla.

En marzo era la corrida del Peto, algunos ejemplares pasaban de las cien libras, y su carne era exquisita. Los dueños de botes y de barcos particulares realizaban buenas faenas por esos días sacando petos, gallegos y dorados, que corren en la misma época.

Sin embargo ya se acabaron las corridas en Jaimanitas, apenas quedan barcos particulares y las leyes prohíben la pesca en embarcaciones rústicas, los corchos son decomisados por los guardacostas, y además les imponen multas a los corcheros.

Cada día son menos los pescadores en Jaimanitas, los jóvenes no continúan la tradición de pueblo pesquero, trabajan como custodios, de choferes, o de informáticos, no les llama la atención el pescado.

También influye que el pueblo se ha llenado de emigrantes orientales que nada tienen que ver con el mar.

Hoy ver un pescado por la calle es raro. El establecimiento estatal Mercomar, el único que vende pescado, oferta mayormente croquetas de pescados, picadillos de pescado condimentados, y mortadellas de pescado. Y por la libreta de racionamiento venden una libra de jurel por persona, de vez en cuando.

La historiadora de Jaimanitas profesora Miriam Noa, hija de la familia de Los Mallorquines, famosos en el arte de la pesca en Cuba, guarda cientos de fotos de las corridas en los años cuarenta y cincuenta, cuando eran una fiesta.

Se ve la desembocadura del río con los botes llegando cargado de peces, y se muestra con claridad la alegría de los pescadores exhibiendo hacia el lente sus piezas, el sustento ganado para la familia con los trajines de las carnadas los avíos, una tradición popular perdida para siempre con la prohibición de pescar y el racionamiento.



ILEGAL

Frank Correa



A Gumerio Carratalá, nieto de un antiguo campesino del municipio matancero Los Arabos, acaba de pasarle algo increíble.

Cuenta que su abuelo vivió de la tierra toda la vida en una finca en Los Arabos, y alimentó a su familia con el producto de los cultivos y la cría de animales. Con la locura de la zafra del setenta arrasaron sus huertos para sembrar caña, el resultado fue que se perdieron las tierras, le cambiaron la finca por un apartamento en un edificio de micro brigadas.

Así su abuelo dejó de ser campesino para convertirse en turbinero de una escuela al campo. Siempre le contaba al nieto los tiempos felices de la finca y cuánto la hacía producir. Se le aguaban los ojos cada vez que pasaba frente a su antigua posesión, abandonada y copada de marabú.

Hace poco Raúl Castro dictó una ley de arriendos de tierras ociosas para quien quisiera trabajarlas. Entusiasmado por revivir los tiempos de su abuelo Gumerio dio el paso al frente, pagó un contrato al estado para ocuparse otra vez de la finca. Levantó un rancho de tablas, comenzó a adaptar el inhóspito paraje, pero al segundo día se presentó un inspector del ministerio de agricultura para multarlo por el marabú.

Gumerio intentó razonar que aquel marabú era de la zafra del setenta y él llevaba solo unas horas en la finca. El inspector se mostró intransigente, le dio un plazo de cuarenta y ocho horas para el corte.

La multa por tener marabú en las tierras entregadas por el estado en usufructo es altísima. Gumerio negoció con un tractorista el desmonte de la maleza y en una tarde dejaron la tierra limpia. Por la noche, cuando se disponía a descansar, apareció el jefe de sector de la policía, le dijo tajantemente que no podía pernoctar allí.

Sonriente y con ínfulas de arrendatario Gumerio le mostró el contrato, pero el policía le aclaró que el documento especificaba claramente que la finca era para trabajarla y criar animales, no para vivir. Le dio un plazo mínimo para marcharse, o lo consideraría un ilegal.


SILVIA FIGUEREDO

Frank Correa

Perucho Figueredo pasó a la historia patria por componer sobre la montura de su caballo el himno nacional. Su hermana Silvia fue una de las mujeres de Bayamo que cosió las primeras banderas.

En Palma Soriano también existe un Perucho Figueredo, el mejor mecánico por cuenta propia, sobre todo porque no cobra, ayuda a todos sus amigos, casi todos desposeídos como él, y aunque la gente lo critica porque mientras regala el trabajo, su familia sufre de las penurias existenciales del período especial.

En otros tiempos Perucho navegaba por el mundo, era marino mercante, algo que se puede comparar ahora a gerente de hotel o ministro. Vivían en abundancia, gozaban de privilegios, pero todo acabó con la llegada del periodo especial y se acabó la economía, sobre todo la marinera. Cuba vendió casi todos sus barcos para pagar deudas y muchos marineros quedaron cesantes.

Entonces Perucho tuvo que recurrir a sus conocimientos de mecánicas y sus trucos, para echara a andar motos, autos, camiones, guaguas, pero con un corazón todavía allende de los mares, que le impedía cobrarle a los necesitados que también eran embestidos por el periodo especial.

Se pasó hambre en la casa de Perucho Figueredo y su hermana Silvia se echó a cuestas a la familia. Cocinera de altos quilates sin estudios, ni los ingredientes necesarios para cocinar nada, en una vieja cocina de keroseno que casi siempre trabaja con petróleo, sortea el día a día, Silvia siempre cocinó de maravillas aunque fuera sopa de acelgas.

Por mucho tiempo Silvia mantuvo a salvo una familia compuesta por una anciana diabética, dos sobrinas aventureras, un sobrino que no sabe cómo salir adelante por los tantos caminos sin salidas que brinda Cuba, y una casa enorme que se ha ido deteriorando con los años por la falta de mantenimiento.

Silvia sufre de tantas enfermedades que apenas puede caminar. Las medicinas que necesita no aparecen, tuvo que dejar de fumar para vender los cigarros de la cuota y comprar comida. Cría gallinas, recoge huevos, siembra en el patio verduras y viandas que a duras penas pueden ayudar en algo, continúa con la casa a cuestas.


EL SUICIDIO EN CUBA

Frank Correa


El suicidio histórico de Cuba ha estado por mucho tiempo en niveles pocos representativos con relación al de otras latitudes, sin embargo ha ido creciendo sostenidamente en los últimos tiempos.

Un dato de referencia puedo darlo del sub director de la Policlínica de Jaimanitas, doctor Ramírez, una noche que coincidimos en una guardia cuando yo trabajaba como custodio allí y llegó un individuo a informar que había encontrado a su vecino ahorcado. En aquella ocasión el doctor Ramírez comentó que era el tercer ahorcado del mes, más un envenenamiento.

Se conocía del mes anterior el caso de un bolitero que estafó con unos números y antes que lo mataran se amarró dentro de un saco y se inyectó veneno del que usan los fumigadores contra los mosquitos.

Hace unos años presencié el suicidio de la mujer de mi amigo Fel, cuando presa de un ataque pasional se dio candela con una lata de alcohol. Estábamos conversando en los bajos de su casa y llegó de repente con una acusación de celos contra Fel, que no le hizo el menor caso y siguió conversando. Como represalia subió al apartamento y se prendió fuego. Salió y bajó las escaleras caminando hacia nosotros despidiendo llamas por todo el cuerpo. Murió al llegar al hospital.

Por esos días el moro también se quitó la vida. Jugaba dominó en la esquina y dicen que estaba ganando pero lo veían deprimido. De repente se levantó y dijo:

--¡Qué caray…! Me voy a ahorcar --y se fue a su casa.

Los amigos pensaron que era broma y otro ocupó su silla, continuaron jugando hasta que escucharon la gritería de su esposa al llegar del trabajo y encontrarlo colgado de una viga del techo.

En todos los barrios hay anécdotas de suicidios y en todos los países también. En Cuba las mujeres se dan candela o se envenenan mientras que los hombres se ahorcan. Los dos sexos utilizan otro método alternativo, arrojarse de puentes, como el puente negro de Guantánamo que tiene varias víctimas, el del río Cauto en Palma Soriano, donde la altura y las grandes piedras no dejan margen de escape, y el puente de La Lisa, que tiene el récord de más suicidios, aunque ya es casi imposible matarse allí por la cantidad de bajareques construidos debajo por emigrantes de otros puntos del país de manera ilegal, que casi ha unido las dos orillas del río.

Los últimos lances en el puente de La Lisa fueron fallidos, cayeron sobre techos de bohíos, rompieron tejas, asustaron. Los habitantes de los bajareques les están exigiendo a los suicidas que paguen las tejas rotas.

Pero sin dudas uno de los casos más notorios fue protagonizado hace unos días por un anciano frente a La Plaza de 124 y avenida 51, en Marianao, que de repente le dijo a dos jóvenes que estaban a su lado:

--¿A que ustedes jamás han visto algo así?

Y se lanzó delante de un ómnibus 222 que venía a toda velocidad por la avenida.



CON QUÉ CARA

Frank Correa


Ayer en el paradero de Playa una mujer gruesa quiso disputarle el asiento de un taxi a otro que se sentó primero y el chofer le pidió a los pasajeros de atrás que se apretaran un poco para dejarla sentar.

Según él era un Chevrolet del año 54 con capacidad trasera para cuatro pasajeros, pero los tres de atrás eran gruesos, sobre todo una señora negra que ocupaba mucho espacio. El de menos grasa era yo, que iba aplastado entre la negra y el otro. Al no estar de acuerdo con la invasión de un cuarto pasajero el chofer se sentó molesto frente al timón y arrancó, luego de mascullar improperios.

El chofer era gordo y los pasajeros que lo acompañaban delante también. A manera de broma pregunté: ¿Con qué cara íbamos a decir al mundo que estábamos en período especial y que pasábamos hambre?

La gorda dijo que no podía bajar de peso por su enfermedad; agregó que su gordura era producto del sancocho que comía, del pan y el agua con azúcar.

El gordo que viajaba a mi lado dijo que lo de él era la grasa de puerco y el picadillo condimentado con boniato.

Los que viajaban junto al chofer dijeron que tenían una pizzería clandestina y acusaron a la harina. Sin embargo el chofer dijo que estaba rebajando, que antes podía montar a un pasajero a su lado y la carrera le resultaba poco rentable. Ahora montaba dos sin mucha complicación.

--Pero atrás siempre han montado cuatro --, volvió a mirarnos con desagrado.

Le pregunté por el motor del Chevrolet, que no me sonaba americano. Me confesó que era de montacargas adaptado. Para alardear aceleró la máquina y el armazón de hierro del año 54 del siglo pasado, con los gordos arriba, se desplazó fuertemente por Quinta avenida y cuando los pasajeros pensamos que íbamos a cien, nos pasó un Audi por al lado como una exhalación.

Pedí mi parada en la entrada de Jaimanitas y hubo alivio en el asiento trasero, cuando de la nada surgió un gordo de la acera que intentó subir al taxi. Mis acompañantes de viaje se mostraron decididos a no dejarlo montar y coparon con sus libras todo el espacio. El chofer arrancó su montacargas Chevrolet por la Quinta avenida, mascullando insultos contra el boicot de la carrera.


SEGUIR EN COMBATE

Frank Correa

Jaimanitas, La Habana, agosto del 2010. (PD). La anciana tosió otra vez. El humo del fogón la estaba matando. Cuando se acababa el keroseno Arnulfo conseguía petróleo de algún camión que arreglaba y con eso iban tirando hasta que la ración mensual llegase otra vez a la bodega.

El petróleo tardaba mucho en encender, las llamas eran tenues, desesperantes, el hollín esparcido como una maldición por la cocina era fatal para sus pulmones. Pero al final resolvía. Tosió nuevamente. Sus grandes ojos amenazaban con saltarle de las cuencas.

--¿Qué te pasa, mamá? --preguntó Arnulfo, sentado en la mesa junto a su hijo Luís Miguel. Los dos hombres tenían cucharas en las manos, esperaban ansiosos que sirvieran la sopa. A pesar de haberse bañado, la uñas y los poros del mecánico incubaban limallas y grasa de motor.

--Nada, mijo... ¿qué me va a pasar? --dijo la anciana para no preocuparlo.

--Debe cuidarse esa tos.

--No ves que el humo la está matando --dijo Luís Miguel.

--¡Y gracias que conseguí el poquito de petróleo ése! ¡Si no...!

--Volábamos el turno --dijo Luís Miguel --. No sería la primera vez que nos acostamos sin comer.

--¡Mamá hace una sopa riquísima...! --Arnulfo intentó estimular a la anciana y suavizar la tensión.

--¡Sí... de hierbas! --dijo Luís Miguel --. ¡Yo quisiera encontrarme un pedazo de carne en la sopa un día!

--¿Tú no sabes que la guerra del 68 y la del 95 se hicieron con sopas de vegetales? --dijo la anciana apagando el fogón.

--Lo dudo mucho --dijo Luís Miguel --. ¿Con qué fuerza levantaban el machete los mambises?

--Mi abuela le cocinaba a los mambises --caminó con dificultad hasta el tanque de agua.

Llenó un jarro y lo dejó sobre la mesa. De la repisa tomó dos vasos --. Me contaba mi abuela que esa gente comía col, lechugas y sopa de acelgas, nada más.

--Lo dudo --repitió Luís Miguel.

--¿Y qué tú crees que comían los rebeldes? ¡Yo le cociné muchas veces, cuando subí pa’ la Sierra de mensajera...! ¡Y lo vi con mis propios ojos...! ¿Qué tú crees que comían los rebeldes?

--¿Qué comían?

--¡Sopa de vegetales!

--¡Acaba de servir... mamá...! ¡Estoy muerto de hambre!

Todos los días antes de servir la sopa pasaban por aquella escena como un aperitivo. Si los mambises y los rebeldes hicieron la guerra con sopa, entonces ellos devoraban el líquido viscoso salpicado de cilantros, pedazos de cebollas y ajíes. Luego salían al portal a refrescar la digestión, listos para seguir en combate.

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